Alberto Barajas Celis

Alberto Barajas Celis
Alberto Barajas Celis nació en la ciudad de México el 17 de julio de 1913
Matemático Alberto Barajas
El Dr. Alberto Barajas es una pieza clave en el edificio matemático mexicano
Alberto Barajas jugó un papel importante en el desarrollo de las matemáticas en México,
Celebrando a Barajas
Cartel de los festejos conmemorativos en la Facultad de Ciencias por los 100 años del nacimiento de Alberto Barajas
El Dr. Juan Manuel Lozano y el Dr. Alberto Barajas
Congreso Nacional de Matemáticas
Sesión Especial Alberto Barajas, "El Hacedor de Sueños". 50 Congreso Nacional de la Sociedad Matemática Mexicana
Izq. Alberto Barajas Celis, Carlos Graef Fernández y Nabor Carrillo Flores.
Izq. Carlos Graef Fernández y Alberto Barajas Celis.

Alberto Barajas Celis
 

La Universidad es prodigiosa. Al entrar a la Preparatoria nos desorienta la riqueza de las posibilidades humanas. En nuestra mano está ser jurista, escritor, político, ingeniero o banquero. Pero unas voces misteriosas, que me hablaban en los corredores de la Escuela, me fueron guiando con gran sabiduría y firmeza. Me revelaron que yo no era novelista, ni abogado, ni historiador, ni hombre de negocios. Yo era matemático.

Por Alberto Barajas, J. Labastida y R. Perez Tamayo

Durante los meses de enero y febrero de 1990 tuvo lugar en la Facultad de Ciencias de la UNAM un ciclo de presentaciones que llevó el nombre de ``Mesas Elípticas'', en las cuales se abordaron los siguientes temas:

Génesis, Información, Conocimiento, Realidad y Evolución. El ciclo fue organizado por el grupo ''Pandora1'' del Departamento de Física de la propia Facultad. Presentamos en esta ocasión la transcripción de la mesa ``Conocimiento'', en la que participaron los doctores Alberto Barajas, Jaime Labastida y Ruy Pérez Tamayo.

 

A. Barajas
 J. Labastida
 R. Pérez Tamayo

Amigos míos, sospecho que muchos de ustedes están pensando: ``Doctor Barajas, parece usted una persona seria, con el pelo blanco y los signos evidentes de que ha vivido más que cualquiera de los que estamos en esta sala; o sea que posee una gran experiencia. Por consiguiente, no nos explicamos cómo tiene la audacia de venir a tratar un tema que ha desafiado a las mentes más agudas de Occidente. Que personas con menos edad, como los jóvenes Ruy Pérez Tamayo y Labastida, se atrevan con este tema es explicable, pero en usted es imperdonable.'' 

        Tienen absoluta razón. Yo estoy de acuerdo con cada una de las palabras que han pensado; nada más que las tres Pandoras (las que proveen todas estas aventuras intelectuales) han descubierto que si se me acercan y me sonríen, yo digo ``sí''; ya es un reflejo condicionado. Un día que salí de mi clase: 

        --¿Doctor Barajas?

        --Sí...

        --¿Quiere usted tomar parte en una mesa elíptica?

        --Sí... 

        --¿El miércoles 24?

        --Sí...

        --¿A las 6 de la tarde? 

        --Sí. 

        Cuando se alejaban, una de ellas me gritó: 

        --A propósito, el tema es el conocimiento.

        Me alarmé, y le hablé al Dr. Ramos2:

        -¡Oiga usted, parece que me acaban de poner una trampa! Me he comprometido con un tema que sobrepasa no solamente mis fuerzas, sino las de cualquier genio. Quiero confesarle a usted que de conocimiento yo no sé absolutamente nada, soy la persona más ignorante del tema en la Facultad de Ciencias. Yo no tengo que hacer nada en esa mesa. 

        El doctor Ramos me dijo

        -Doctor, lo sabemos muy bien, no es ninguna novedad; nada más que, ¿conoce usted la ley del karma, la ley del karma de los budistas?'' 

        -Sí, sin que tenga yo el conocimiento del budismo de Carlo Coccioli, pero sí me he enterado de las opiniones de Buda. 

        -Usted debe recordar que a muchos alumnos los ha reprobado porque en el examen les ha puesto problemas que no podían resolver. 

        -Sí, desgraciadamente así ha pasado. 

        -Pues bien, ahora la ley del karma exige que delante de sus discípulos se enfrente a un problema que no puede resolver. 

        Una vez que ha quedado clara mi posición y que lo que estoy haciendo, es saldar mi karma, ya puedo salir con toda tranquilidad. 

        Estos quince minutos que voy a hablar tienen ese objeto, borrar mi karma exclusivamente. Voy a enfrentarme a un problema -como decía yo- que no puedo resolver; pero, ya que tengo el compromiso de platicar, quizás copie yo a mis discípulos, que cuando se les hace una pregunta que no pueden contestar, le preguntan algo al profesor y lo desconciertan un poco. Yo también les voy a preguntar algo que escuché en una clase de filosofía, allá por el año de 1930, un día cualquiera de mi adolescencia. 

        Nos preguntó el maestro:

        -¡Jóvenes!, ¿qué creen ustedes que sentía nuestro abuelo Quirón cuando galopaba en las praderas de esmeralda? A su torso humano correspondía un universo de imágenes, de sensaciones humanas, era la parte de su cuerpo que vivía en el mundo de la poesía, de la música, de las matemáticas; en fin, el mundo humano de la cultura. En cambio, la parte inferior de su cuerpo estaba sumida en ese universo, misterioso y tenebroso, de las sensaciones equinas. Cuando llegaba a una plaza, su cabeza de griego le decía: ``Estamos en un ágora, tu destino es discutir y vencer''; pero los cascos de caballo le decían: ``¡Oye!, esto es un hipódromo, aquí hay que correr, hay que patear y hay que vencer''. 

        -¿Qué pasa?- decía mi maestro -cuando unas venas tremendas mezclan en un mismo corazón la ciencia del europeo y la brama del semental? El corazón se enloquece y empieza a oscilar frenéticamente sin saber nunca si perseguir a una ninfa o a una jaca. Esta imagen del Centauro, imagen del ser humano, creación griega para mi gusto insuperable, ha descrito a este último, con una fuerza que no encuentro en ninguna otra imagen del hombre; quizás Adán se le acerca, pero el Centauro es absolutamente impresionante. En el Centauro está perfectamente descrito el conflicto que todos los seres humanos llevamos como un nudo en el centro del alma. La lucha de los principios y los instintos, de la cultura con nuestro ser irracional. Somos una razón montada sobre un aparato irracional. Muchos de los conflictos del ser humano se deben a eso; no somos ni animales ni semidioses. Somos una mezcla surrealista, impresionante, y cuyo destino final no conocemos. 

        Fue así en aquella clase de la preparatoria que me enteré de que le dicen los sabios Conocimiento al esfuerzo terrible, al esfuerzo doloroso que ha hecho el hombre para que alguna vez encuentren su equilibrio las almas de los centauros. Este símbolo griego a mí me parece insuperable, pero el símbolo de Adán es isomorfo del Centauro; nada más que está presentado con un sentido religioso distinto. El Centauro es fundamentalmente plástico; vemos al terrible animal humano, jadeante, lleno de vitalidad, trepidante; y más nos impresiona ver que es nuestro espejo: todos tenemos algo de semidiós y algo de animal. Todos los seres humanos somos centauros. 

        El otro símbolo, decia, que también me acompaña desde mi niñez es Adán. Adán vivía perfectamente tranquilo en el Paraiso. Es decir, si un hombre se decide simplemente a seguir los instintos que comparte con los animales (comer, dormir, amar a Eva) y no preocuparse del resto del mundo, es absolutamente feliz, está en el Paraíso. Pero ¿qué pasa si prueba del Arbol de la Ciencia? Arbol codiciable para alcanzar la sabiduría, dice la Biblia. El fruto del conocimiento, el que vio Adán y le pareció irresistible, bueno para comer. Y Eva -como estas tres Pandoras- le puso la tentación a Adán: "¡Vamos a probar el fruto! la Serpiente dice que si lo probamos se van a abrir nuestros ojos y seremos como dioses". La Serpiente era pérfida, pero no era mentirosa3. Y así ha sido, en efecto; después de probar el fruto, el hombre se ha sentido como dios, nada más que el precio que ha tenido que pagar es muy alto. O sea, que Dios sabía muy bien lo que estaba haciendo: ``No pruebes de este fruto, vas a sufrir terriblemente''. El fruto no era la manzana -a propósito- ni era la prohibición de que Adán enamorara a Eva. Mucho antes del pecado original ya les había dicho ``creced y multiplicaos y henchid la tierra''. Y, naturalmente, Dios conocía los mecanismos de la explosión demográfica. No, no es el amor. Ésa es una leyenda plebeya. No, lo que es verdaderamente sorprendente es la agudeza con que el autor del Génesis señala al Conocimiento como el pecado original del hombre. Querer conocer, ése es nuestro pecado y nuestra gloria. Y, además, una vez que Adán quiso conocer el camino no tuvo regreso. 

        El Arbol de la Ciencia es el que ha disparado la imaginación del hombre. Una vez que comió del fruto inmediatamente inventó el Pudor. Se dio cuenta de que Eva vestida era mucho más atractiva que Eva desnuda. El Pudor es un invento de la cultura. Pasado el tiempo se olvidan las gentes de que fue un invento humano como la televisión o el automóvil. No hay ningún estimulante, jóvenes muchachas que me escuchan, como el rubor femenino. Es el traje más atractivo que se puedan poner. A las mujeres hay que perdonarles todo; su falta de memoria histórica también. Vuelven a descubrir la desnudez y se exhiben en la televisión y en las playas desnudas y creen que han encontrado una novedad. No el invento fue el pudor; la desnudez ya se usaba antes en el Paraíso. 

        Bien, este fruto, llamado del Conocimiento, no era una manzana. La Biblia nunca lo dice. No se compromete; simplemente dice es árbol agradable a los ojos y codiciable para alcanzar la sabiduría. Debe haberse sentido Adán, al ver el fruto prodigioso, como ante una bola de cristal: ``Si lo como voy a ser algún día Beethoven, Newton, Jesucristo, Buda''. La tentación fue invencible. "¿Quiero seguir con mi felicidad animal o trato de buscar el mundo prodigioso que estoy viendo en esta esfera mágica?`` Y Adán decidió -y muy bien- dejar el paraíso animal y salir a conquistar el mundo humano, el mundo del Conocimiento. Nada más que le esperaba una sorpresa; no bastaba con comer el fruto para tener el Conocimiento, había que recorrer un largo camino, sumamente doloroso. En el trayecto, el poco conocimiento conquistado, a veces le servía para sufrir más. Lo estamos viendo: el país más poderoso de la Tierra, los Estados Unidos, con una tecnología envidiable, con sabios, matemáticos, físicos de un nivel extraordinario, no saben manejar su conocimiento. ¿Para qué les sirve esa tecnología admirable? Para la guerra atómica. Un joven en 1905 descubre el secreto más importante de nuestro siglo: que la materia es equivalente a la energía, por lo que surge la posibilidad de que el hombre disponga de cantidades prácticamente ilimitadas de energía. Eso lo vio Einstein como una posibilidad teórica, remota. Al jugar con las ecuaciones de transformación de Lorentz se encontró con la sorpresa de la equivalencia. Pero no se imaginaba que 40 años después -40 años no es nada- los Estados Unidos iban a utilizar ese conocimiento para destruir un país. 

        Sí, Dios sabía muy bien lo que decía. El otro día el biólogo Lazcano, en una mesa anterior, nos decía: ``Yo creo que ya le podría dar consejos a Dios para que hiciera mejor a los seres vivos''. Joven Lazcano: pierda las esperanzas, no. El Génesis también lo dice muy claramente: ``En el principio crio''. ``Crio'', el rabino, en esa misma mesa, también le corrigió la plana a la Biblia y dijo ``creó''; se les hace inadecuado decir ``crio'', pero Dios tiene cierto sentido literario y la frase es mucho más fuerte: ``En el principio crió Dios los cielos y la Tierra, y la Tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas''. La fuerza literaria del Génesis no ha sido superada. 

        Yo fui a dar con estas páginas admirables cuando era niño por que quería tener un conocimiento un poco más profundo de la historia sagrada. Mi padre tenía una Biblia muy bonita con una letra muy clara. La empecé a leer y me entere de historias terribles. Si no fuera un libro santo sería un libro pornográfico. Sentí desde niño, que aquellas palabras eran la obra de un genio literario. El Génesis ha impresionado tanto a los hombres que durante muchos siglos pensaron que el autor era Dios mismo. Mahoma, que acepta también el libro santo, es todavía más exagerado. Dice: ``Las copias del Corán que existen son copias del libro original, la madre del libro, ése es el Corán original, y ese Corán original no solamente es una obra escrita por alguien, sino que es parte de los atributos de la Divinidad. La madre del libro es una propiedad de Dios, como su ira o como su misericordia''. 

        Como ven ustedes, falta de imaginación no han tenido los fundadores de religiones, pero el Génesis a grandes rasgos nos da idea de cuál fue el proceso evolutivo de la especie humana. Y sobre todo, el elogio de la luz es un logro extraordinario: ``Y dijo Dios, sea la luz, y fue la luz, y vio Dios que la luz era buena''. En tres frases se describe la sorpresa de él ante lo que acababa de crear''. Sigue la creación y al final dice Dios lo que no dicen los libros modernos de ciencia. Hace un juicio de valor: ``Y vio Dios que todo lo que había hecho era bueno''. Y para que no haya duda insiste: ``Era bueno en gran manera''. No hay duda; el que escribió la Biblia sabe que Dios creó la muerte, los asesinatos, la santidad, la justicia, la estupidez, la cobardía, todo lo que hay en el universo; y todo es bueno, es extraordinariamente bueno; y ¿le creeremos a Dios? Pues ésa es su opinión. 

        Pasados muchos siglos hubo un matemático, Leibniz, que seguramente había leído la Biblia y pensó mucho en ella. Leibniz, como matemático, dice: ``Vivimos en el mejor de los mundos posibles''. 

        -¡Oye Leibniz!, pero ¿cómo?, ¡esto es lo mejor que se puede esperar! 

        -Sí. 

        -Pero hay muchos otros mundos posibles. Yo me imagino a los hombres amándose los unos a los otros, a las mujeres no mintiendo. En fin algo mejor de lo que tenemos 

        -Sí; en efecto, hay muchos mundos posibles en el sentido de que están lógicamente libres de contradicciones, son posibles desde el punto de vista de la lógica humana, pero tienen alguna cualidad, algunos de ellos, que los hacen en efecto, realizables. El universo en que estamos, aparte de que lógicamente es posible, tiene una cualidad que los seres humanos no vemos, pero es una cualidad lógica que lo hace el único realizable. Por eso estamos en el mejor de los mundos posibles. 

        Bueno, para terminar. Jóvenes, de niño las palabras "conocer", "conocimiento", "aprender", "leer", "comunicarse", "hablar correctamente", "hablar incorrectamente", tenian un sentido muy claro. A medida que han pasado los años esas palabras se han vuelto equívocas y ahora no sé qué quiere decir "enseñar", qué quiere decir "aprender", etc. Cuando escucho a los sabios físicos, a los sabios astrónomos, a los notables biólogos hablar del progreso de sus conocimientos, siento la tentación de aclararles: ustedes no conocen. Han inventado teorías geniales con las que manipulan a la naturaleza con una eficiencia sin precedente; pero la Realidad se les escapa. La ilusión de que era posible conocer esta realidad empezó a erosionarse con Newton. Este genio vio con gran penetración que su modelo matemático sólo le permitía afirmar: las cosas pasan como si los cuerpos se atrajeran proporcionalmente a sus masas... etc. No se puede saber si los cuerpos se atraen o si siguen geodésicas como imaginó Einstein. La historia bíblica indica que el hombre, emocionado por la belleza del mundo, sintió la tentación incontrolable de conocerlo; pero no ha podido entender ni siquiera a la maravillosa luz que se disfraza de onda y de partícula. 

        Sólo hay un área de la curiosidad humana en que se tocan verdades absolutas. Los matemáticos conocemos esta felicidad. El rey de los filósofos confesaba a los 70 años: sólo sé que nada sé. Yo, un poco mayor que Sócrates, sé algo: todo primo de la forma 4k+1 es una suma de dos cuadrados. Ésta es una verdad absoluta. 

        Adán probó del Arbol de Ciencia y se olvidó del Arbol de Vida. Yo quiero para ustedes, jóvenes de la Facultad, que junto con el deseo de conocer, sientan el deseo irresistible de vivir. 

1 El grupo ``Pandora'' está formado por los siguientes profesores del Departamento de Física de la Facultad de Ciencias de la UNAM: José Luis Álvarez, Ra&aauacute;l Gómez, José Ernesto Marquina, Ma. Luisa Marquina, VIvianne Marquina y Rosalía Ridaura (N. de los E.)

2 El doctor Francisco Ramos era el Director de la Facultad de Ciencias-UNAM (N. del los E.) 

3 Lozano dixit (El Dr. Barajas se refiere al Dr. Juan Manuel Lozano). (N. de los E.) 

Ustedes comprenderán que el doctor Barajas ha dejado sobre mí una tarea pesada, porque además de ser, como lo es en efecto, un científico notable, es un gran expositor y un gran literato. Y a su literatura yo voy a oponer (no desde el punto de vista estricto, puesto que coincido prácticamente con la totalidad de lo que él ha expuesto) páginas bastante áridas, que en comparación con lo que él ha hecho van a palidecer, por supuesto. Quiero, antes que otra cosa, dar mi agradecimiento a los organizadores de estas mesas, cuya incierta geometría me ha permitido recuperar, por breves instantes, mi vida académica, actualmente, para mi desgracia, perdida en labores que todos ignoran, incluso el compañero moderador que, por fortuna, no ha sabido decir qué soy. 

        Los problemas que estas mesas abordan son, además -no solamente el de esta mesa, sino el de las otras- los problemas fundamentales de la ciencia y, por ello, apenas será posible tocar, con extrema cautela, por alguna de sus aristas, uno, acaso dos de estos problemas nodales. Sobre todo porque, como espero que de entrada sea obvio para nosotros, conocimiento indica relación inmediata con otros conceptos igualmente escabrosos como realidad, sujeto, objeto, verdad, lenguaje, significado... No pretendo, por consecuencia, ni siquiera esbozar los múltiples asuntos que este tema exige. Me limitaré a insinuar alguno, ignoro además si el central, quizá, tan sólo, el que más me preocupa o al que he dedicado más horas, inútilmente sin duda, de mi existencia académica y vital. 

        Las condiciones que permiten la producción de conocimientos son -creo, así me lo parece ahora- al menos de dos tipos. Unas guardan directa relación con las circunstancias de orden social que las hace posible y son, por ende, de carácter histórico (o diacrónico, según el léxico particular del estructuralismo de Ferdinand de Saussure). Las otras condiciones son de carácter lógico y, por lo tanto, de orden estructural. Me interesa advertir la relación entre los dos órdenes y, más aún, la manera como las estructuras lógicas, que parecen incondicionadas, devienen, se forman o se construyen. 

        Permítanme recordar, en apoyo de lo que deseo proponer, algunas tesis clásicas... clásicas por la oscuridad de ellas mismas y por la confusión que provocan. (En última instancia, ``aclaro'', sin que esta pretensión de ``claridad'' signifique anular ninguna oscuridad teórica, que el estupor es todavía el primer paso hacia el conocimiento científicamente válido, y el asombro, que Sócrates y Platón reclamaban, nace precisamente -como decía el doctor Barajas- del reconocimiento de que nada sabemos; mejor dicho aún: de la duda, de la destrucción de la falsa creencia en un conocimiento seguro). 

        Gorgias fue el primero en señalar, de una manera bastante fuerte y áspera, la diferencia entre la representación y lo re-presentado y, por ende, la posible vinculación entre la realidad y la mente. (El doctor Barajas aludía esto cuando señalaba que no sabía si ustedes eran una mera ilusión de su mente). La representación -decía Gorgias- de un caballo alado o de un Centauro o de un carro que rueda sobre el mar no convierten a estas imágenes o representaciones mentales en algo que pertenezca, al menos por entero, a la realidad. ¿Qué, por lo tanto, de aquello que nos representamos, es verdadero? ¿De qué tenemos conocimiento? Luego, el gran filósofo de Leontini estableció otras paradojas no menos graves: ¿cómo podemos transmitir a los demás aquello que conocemos o que supuestamente conocemos? Lo que se comunica -decía Gorgias- son las palabras, pero no los entes, puesto que lo visible se comprende viéndolo y lo audible escuchándolo. No es posible -sostenía- comunicar lo uno por medio de lo otro. Así, pues, el conocimiento individual, sensible, concreto en el sentido inmediato y vulgar de esta expresión, no en el filosófico, no podía ser materia de lenguaje. 

        Gorgias establece la ambigua, la incierta, la difícil relación entre lo individual y lo universal, entre lo sensible y lo conceptual, entre lo concreto y lo abstracto, problema que está directa e indisolublemente vinculado al problema ontológico del estatuto de la realidad (algunos filósofos ponen el acento en la diferencia individual; otros en la semejanza general o universal). 

        Por ahora, me interesa retener, de las tesis de Gorgias, aquellos asuntos que generaron la inmediata polémica con Sócrates, Platón y Aristóteles. Me refiero, por supuesto, al conocimiento y su comunicación por la vía del lenguaje. Si bien el concepto ``perro'' evoca en cada uno de nosotros ``perros'' individualmente diferenciados, según la personal relación que hayamos tenido con estos animales, difícilmente admisibles como nuestros mejores amigos (tengo otros mejores que ellos), también es verdad que, pese a sus diferencias notorias, tan ``perro'' es un San Bernardo como un Chihuahueño. Lo que comunicamos, por lo tanto, es lo abstracto, quizá lo semejante, estrechamente vinculado a lo diferente (conceptos que no pueden separarse, pues lo uno jamás puede ser sin lo otro). 

        Pero éstas son cuestiones de menor cuantía. Más importante tal vez sea recordar que, para Aristóteles -y ésta es una imagen, ésta es una metáfora, a pesar de que sea filosofía, por supuesto; al igual que es una metáfora, una imagen, la supuesta expansión del universo; es una mera imagen poética, ¿no?- los sentidos reciben la forma de los objetos sensibles, sin recibir la materia; del mismo modo ``que la cera recibe la impresión del sello de un anillo sin el hierro o el oro''. 

        Detengámonos un instante, así sea breve, en estas tesis osadas e indudablemente pasmosas. De las cuatro causas (final, eficiente, formal y material), Aristóteles subraya aquí las dos que menciono como últimas: la formal y la material. Su tesis se ha traducido, en términos escuetos, así: ``Nada hay en el entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos''. Pero, ¿qué pasa por los sentidos? Aristóteles advirtió que la materia no, es decir, que resultaba materialmente imposibe trasponer al cerebro el conjunto material de la realidad; por ello, solamente entraba en el entendimiento, al través de la sensación, la forma de los objetos: la forma del anillo, pero no su materia (oro, plata, hierro, cualquier cosa de lo que estuviera hecho). 

        Parece indudable que Aristóteles realiza una contribución notable al esclarecimiento del problema cognoscitivo. Pero sus tesis abren tantas interrogantes como soluciones aparentes. Nadie será capaz de poner en duda, me atrevo a suponer, que la materia puede entrar en el cerebro. El problema es otro: ¿qué entra en el entendimiento y cómo entra? ¿De qué manera recibe el alma esas impresiones? (Advierto que usamos todavía el lenguaje aristotélico). 

        Desde Locke y los empiristas ingleses, forma parte del lenguaje cotidiano, vulgar y común, la tesis aristotélica de la sensorialidad del conocimiento. Pero, insisto, ¿qué pasa por los sentidos? ¿La forma? ¿Qué es la forma para Aristóteles? No otra cosa sino el eidos, la causa formal, es decir, la esencia. ¿Cómo? ¿Lo advierten ustedes? Los sentidos aristotélicos, los sentidos mismos, en la concepción de Aristóteles, son directa y llanamente metafísicos, capaces por sí solos de abstraer y de formar conceptos. Esos sentidos semejan la contradicción de los sentidos, la oposición más directa a lo que consideramos el conocimiento sensorial. 

        Cuando Locke retoma la tesis aristotélica le da un giro completamente distinto. Para el empirista inglés, enemigo y al mismo tiempo deudor de Descartes, lo que pasa por las sensaciones -fíjense ustedes qué curioso- es lo simple, la estructura última de la realidad. Cuando hoy retomamos la tesis aristotélica, generalmente lo hacemos de conformidad con la versión sencilla de los materialistas franceses. Decimos ``pasa'' por los sentidos un conocimiento empírico inmediato, individualizado, no conceptual, o sea, no la forma. Pero, además, se sostiene que la sensación es la fuente de todo conocimiento. 

        Permítanme retroceder un paso para poder avanzar. 

        El planteamiento aristotélico simula un modelo extremadamente simplificado, una relación especular mutua, que se resuelve gracias a que uno de los extremos de esta ecuación, que es el conocimiento, resulta, por sí mismo, ya, universal o eidético. Nos encontramos en el polo opuesto al de Gorgias, para quien los entes poseían características individuales, y sólo y estrictamente individuales, al grado de que no podía existir conexión entre un sentido y otro. Aristóteles ``resuelve'' la complejidad enorme de esta problemática de un solo tajo (como su discípulo Alejandro lo hizo con el Nudo Gordiano). El estatuto ontológico de la realidad es universal y los sentidos captan pasivamente (reciben) esta realidad eidéticamente constituida. 

        Si se examina con benevolencia la tesis aristotélica, acaso podríamos traducirla en algo ligeramente menos grosero, quizá más cercana a nosotros, tal vez aceptable. Lo que subyace en el fondo de la proposición aristotélica ojalá que sea esto: la estructura de la realidad que capta al través de la sensación tiene una semejanza de estructura con la organización de la corteza cerebral (sin que entren honduras biológicas) y, por lo tanto, hay identidad de estructuras entre el sujeto y el objeto (o sea un isomorfismo entre el cerebro y la realidad). 

        Pero, aun aceptando sin conceder esta formulación, más cercana a lo que ahora sabemos de la actividad neurofisiológica de los seres orgánicamente más desarrollados, el problema subsiste, a mi modo de entender, intacto. Si hay una identidad de estructuras, si son isomorfos el cerebro o el sistema nervioso central (con todos los matices de mapeo cortical que se desee) y la realidad, el problema quedaría reducido a nada o prácticamente a nada. Es decir, todos tendríamos conocimiento verdadero y simple y sencillamente verdadero. Pues el carácter isomorfo de ambos extremos (el cerebro y la realidad) no es más que una condición de posibilidad para el conocimiento. Habría que añadir que, en este caso, identidad de estructuras o isomorfismo significa, al propio tiempo, falta de identidad entre esas dos estructuras. -Justamente porque hemos abandonado el Paraíso. 

        No sé si pueda expresarme con la debida precisión. Si la identidad de estructuras fuera cabal, el problema quedaría por completo desvanecido y todo conocimiento sería, de por sí y prácticamente de modo automático, verdadero. De ese modo volveríamos a la relación especular mutua establecida por Aristóteles. Bastaría con poner en contacto a cada uno de los extremos (el alma y las cosas) para que el conocimiento se produjera, con sencillez y transparencia. -Y no estaríamos aquí sufriendo, como estamos ahora. 

        El problema, para expresarlo con léxico que es caro a la moderna teoría de la comunicación, es que hay medio y transmisor, y que medio y transmisor no son transparentes sino que, por el contrario, enturbian el mensaje

        Una vez más, permítanme retroceder. 

        El anillo de Aristóteles está compuesto de dos causas, la materia y la forma; la materia (oro, plata) puede cambiar, la forma (su esencia) no. Para conocer alguna cosa, el alma entra en contacto pasivo con ella; esa cosa es una unión sustancial de materia y forma (el primero de los predicables o categorías es, precisamente, la sustancia, de la que se predican las otras nueve). El éidos, forma o esencia de esa sustancia, se encuentra dada para siempre y el alma se asoma a ella de una manera franca para recibirla. La cosa es tan inerte como el alma. 

        Nuevo retroceso, si me lo permiten.

        No puede olvidarse que Aristóteles discute con su maestro Platón, para quien conocimiento resultaba equivalente de recuerdo. Para Platón, pues, como se sabe, vivir (y conocer, también) era ``aprender a morir y a estar muerto''. El alma había estado en contacto directo con las ideas y conocer verdaderamente significaba recordar. El cuerpo y los sentidos enturbiaban la relación prístina con las ideas y, por consecuencia, igual que para Demócrito, la sensación proporcionaba un conocimiento tenebroso. Aristóteles combate estas proposiciones con fórmulas que, a su vez, resultan bastante cuestionables. Para él, los sentidos son directamente conceptuales y captan, sin más, aquellas formas que Platón quería que el alma recordara. 

        Sin embargo, Platón exigía un esfuerzo, una actividad del alma para obtener el conocimiento (``aprender a morir y a estar muerto''), mientras que Aristóteles concibe a esta alma como ``una tablilla de cera'', inerte y pasiva, tan moldeable que se limita a recibir las impresiones del exterior. 

        En la Edad Moderna, Descartes retoma las tesis platónicas. La res cogitans o cosa pensante (que indebidamente se traduce como ``sustancia pensante'') posee, según Descartes, ciertos conceptos que no puede haber obtenido al través de los sentidos, entre otros -ya lo sabemos- la idea de Dios... A partir de aquí, se abrirá la polémica entre innatismo de las ideas y origen sensorial de las mismas, en un juego históricamente prolongado del que sólo retomaré, como hito importantísimo -igual como lo hizo el doctor Barajas- el representado por Leibniz. 

        Ustedes lo saben bien: Leibniz desarrolla una larga polémica en contra de Locke. En el diálogo, Leibniz se da el nombre de Teófilo, el amigo de Dios, mientras denomina a Locke como Filáletes, el amigo de la verdad. Al llegar al punto del origen de las ideas, Leibniz reproduce la fórmula aristotélico- escolástica, base de la argumentación de Locke: ``Nada hay en el entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos''. Pero Leibniz ofrece una respuesta radicalmente distinta a la tradicional, una fórmula de una originalidad extrema. Al aceptar la fórmula aristotélico-escolástica, que Locke ha hecho suya, y sin participar en la discusión de qué y cómo entra en el entendimiento, Leibniz dice que todo entra por los sentidos, ``excepto el entendimiento mismo''. 

        A partir de esta formulación empieza a desbrozarse el camino. El entendimiento no pasa por los sentidos, sino que posee una estructura que es condición de posibilidad del conocimiento. Insisto, a partir de esta tesis empieza a desbrozarse el camino. Pero el inicio de un camino no significa el término del mismo. Da la impresión de que volviéramos al punto de partida y que no hubiéramos avanzado un solo paso. Los conocimientos se producen gracias a que existe, como condición de posibilidad, necesaria pero no suficiente -otra vez Leibniz- semejanza de estructuras entre el entendimiento y la realidad. Tal isomorfismo es la primera condición de posibilidad del conocimiento. Pero no es la única. Porque, al entrar en relación -adelanto una tesis que luego retomaré- los dos extremos se alteran. Un animal, por más desarrollado que sea en la escala entera de la evolución, por más que sea vertebrado, mamífero y con un sistema nervioso central, una vaca, supongamos, permanecerá impasible frente a un cuadro de Picasso, o si oye La consagración de la primavera de Stravinski o El treno por las víctimas de Hiroshima de Penderecki. Las vacas no pueden ser educadas -al menos en este sentido. El hombre, en cambio, posee una estructura que sufre un desarrollo específicamente histórico y social, de suerte que sus sentidos son, también, históricos y sociales. El entendimiento mismo, que no pasa por los sentidos según Leibniz, se encuentra sujeto a desarrollo. Su estructura se niega y, al propio tiempo, se conserva. 

        En Kant el problema sufre una modificación. Si ustedes lo han advertido, aparentemente nos encontramos sumidos en una polémica de inercias. Desde Leibniz, el problema se ha desplazado. Mientras los materialistas van a poner el acento, como Aristóteles, en la condicionalidad de la sensación (negando el innatismo de las ideas), los idealistas lo van a poner en el carácter innato de las estructuras cognoscitivas. 

        En Kant, el problema adquiere una dimensión de orden más alto. Él se pregunta: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?, es decir ¿cómo es posible que un juicio sea apodíctico? ¿Porqué un juicio, que debe apoyarse en la experiencia y, por lo tanto, pasar por la sensación, puede adquirir el rango de universal, necesario e incondicionalmente verdadero? Kant divide, ya desde la estética trascendental, toda la capacidad del sujeto cognoscente en dos grandes segmentos (los llamaré así para evitar una complicación mayor). El fenómeno, objeto de la intuición empírica, es dividido o analizado en dos partes: de un lado, está la materia del fenómeno que proviene de la sensación; de otro, la forma del fenómeno, o sea, aquello que permite establecer un orden en el conjunto diverso de las sensaciones. De este modo, la diversidad (la materia) nos es dada a posteriori; mientras que la unidad (la forma) es incondicionada, independiente de toda sensación y, por consecuencia, condición necesaria, pura, a priori, de toda experiencia posible. Como ustedes lo saben, las dos formas puras de la sensibilidad son, para Kant, el espacio y el tiempo. No pasaré de este nivel, no examinaré los problemas que Kant formula en los niveles superiores del entendimiento y la razón. Me bastará con advertir que el filósofo de Konigsberg usará, en cada uno de esos niveles, el mismo método, analítico- sintético, que emplea para examinar el nivel de la sensibilidad. Kant dividirá cuanto examine en dos partes y encontrará, siempre, algo diverso -las variables, dicen hoy los estructuralistas- y algo invariante -las estructuras, también dicen hoy los estructuralistas. Este método fue sistemáticamente usado por Descartes y luego se extendió a toda la filosofía y la ciencia europeas: lo encontramos en Spinoza y en Newton, en Linneo y en Adam Smith; lo mismo en la filosofía que en la biología, la física o la economía, una oposición binaria entre variables e invariancia. 

        Pero, ni el espacio ni el tiempo -dice Kant- están en las cosas, sino que, por el contrario, son ``formas puras'', condiciones de posibilidad de la experiencia y se encuentran, como estructuras innatas, en todo sujeto racional posible. Esas dos estructuras o formas innatas de la sensibilidad, el tiempo y el espacio, quiero verlas con brevedad. 

        El espacio para él no forma parte de las cosas, sino que las cosas están en el espacio; el espacio tampoco representa una propiedad de las cosas entre sí; sino que es la forma de los fenómenos, la condición subjetiva, puesta por el sujeto, para que la intuición sea posible. Lo propio ha de decirse del tiempo: no es un concepto empírico derivado de la experiencia, sino una representación necesaria que sirve de fundamento a las intuiciones. Pueden desaparecer los fenómenos, pero no el tiempo -dice Kant- que es la forma del sentido interno. El espacio es inmóvil (son las cosas -dice él- las que se mueven en el espacio), el espacio no cambia -dice Kant- sino que las cosas que están en él son las que cambian. 

        Obviamente, estas ``formas puras de la sensibilidad'', concebidas por Kant como estructuras innatas del sujeto trascendental, son, en rigor, conceptos tomados por él de la física newtoniana y trasladados al interior del sujeto. Con otras palabras, aquello que se aparece como algo innato y a priori es, en rigor, un producto histórico. Para hacerme entender mejor, recurriré a un ejemplo puesto por el propio Kant. 

        Afirma Kant que el entendimiento no toma sus leyes a priori de la naturaleza, sino que las prescribe. Una de estas leyes, ``extendida sobre toda la naturaleza material'', es la ley de atracción recíproca de Newton. Del mismo modo que en Spinoza, para quien se sigue desde la eternidad y para la eternidad que la suma de los tres ángulos de un triángulo suman 180 grados, para Kant la ley newtoniana de la gravitación se aparece como una ley eterna, que el sujeto pone, merced a sus estructuras internas, en la naturaleza, como condición de posibilidad del conocimiento. 

        Así, pues, el espacio kantiano posee tres dimensiones, de conformidad con las normas de la geometría euclidiana y el tiempo aparecerá totalmente desvinculado no sólo de las cosas sino también del espacio. ¿Necesito decir, ante ustedes, que dominan las concepciones de la teoría de la relatividad, que estas concepciones de Kant se encuentran determinadas históricamente? ¿Podemos ahora separar de manera absoluta el tiempo del espacio y ambos de las cosas? Las cosas, como querían Newton y Kant, ¿se encuentran en el tiempo y en el espacio? O, por el contrario, ¿son inseparables del tiempo y del espacio y los constituyen de modo indisoluble? ¿Es legítimo hoy hablar, como Newton, de un tiempo ``universal, verdadero y matemático'', que nada tiene que ver ni con las cosas ni con los lugares, y que se denomina ``duración'', siendo un ``simple fluir continuo''? 

        Estamos lejos ya de una concepción semejante. Y, sin embargo, permítanme decirlo con todo énfasis, de la concepción kantiana hay mucho, muchísimo de rescatable. 

        Las condiciones de posibilidad del conocimiento, dije al inicio de mi exposición, son de dos tipos: históricas y lógicas. Ambas condiciones poseen velocidades diferentes. Para usar un lenguaje analógico propio de hoy: en nuestro código genético se encuentran programas que no pueden ser adquiridos por la vía de la experiencia, aun cuando no sean por completo independientes de la experiencia (prueba de ello quizás lo sean los casos de los niños llamados ``salvajes'', cuya capacidad de desarrollo cognoscitivo ha quedado definitivamente atrofiada al vivir separados de la sociedad). Con esto, lo único que deseo indicar es que la sensibilidad, el entendimiento y la razón se encuentran condicionados en su desarrollo estructural, en los individuos, pese a que tengan un origen incondicionado en las estructuras del sujeto cognoscente. Si bien el código genético es invariante en la especie, se modifica en el individuo por la acción de la sociedad y el lenguaje. 

        Con otras palabras, obviamente caras a Aristóteles: las estructuras cognoscitivas se encuentran latentes en todo individuo (en todo sujeto racional posible), pero se desarrollan o se atrofian merced a la intervención, favorable o desfavorable, de agentes externos. Las cosas son esos primeros agentes externos; pero la sociabilidad y el lenguaje constituyen los más importantes. Desde otro ángulo, podríamos afirmar que la lógica y la capacidad racional de los sujetos se encuentra dada en forma latente o potencial (dínameis) en el lenguaje. Pero los lenguajes son sociales y estamos demasiado lejos de aventurar la tesis (la hipótesis, más bien) de un lenguaje racional, universal y único. 

        Así, pues, no queda otra instancia que advertir que el proceso de conocimiento es, al mismo tiempo, condicionado e incondicionado, histórico y lógico, diacrónico y sincrónico. Dicho de otro modo: es histórica y socialmente condicionado cuando y bajo qué circunstancias una sociedad, un individuo o un conjunto de individuos establecieron una ley, elaboraron un método, realizaron un descubrimiento o construyeron una teoría científica, pero es incondicional -si en efecto lo es- la validez de sus tesis. 

        Puedo datar las condiciones bajo las cuales surge la geometría euclidiana, pero la validez relativa de la geometría de Euclides no puede ser negada, dentro de las necesarias normas de sus límites conceptuales. Insistiré en ello: un conocimiento verdadero posee un carácter al mismo tiempo absoluto y relativo. Un ejemplo sencillo: la sofistería actual, para negar la posibilidad de un conocimiento verdadero, puede preguntarse qué es el ``norte'' y negar que haya algún ``norte'' absoluto, puesto que el norte de México es el sur de Estados Unidos. Ambas formulaciones son correctas porque una es el límite de la otra. Son verdaderas precisamente en su relatividad (en su relación). Hay, pues, tanto un ``norte'' (relativo) como un ``sur'' (relativo). Establecer esas coordenadas no destruye el carácter absoluto de la proposición, sino que lo relativiza. 

        Es lo que ha puesto de relieve Hegel cuando, al discutir las proposiciones kantianas, encuentra una respuesta sorprendente. Para Hegel, el proceso cognoscitivo va de lo abstracto a lo concreto. La lógica es la parte más abstracta del sistema, la más vacía e indeterminada. Arranca del Ser y llega a la Idea Absoluta. Tal Idea Absoluta es relativa frente a la segunda parte del sistema, la Filosofía de la Naturaleza, que va de la mecánica a la física orgánica. La tercera parte del sistema hegeliano es la más rica, la más determinada, la más concreta y posee una serie importante de subdivisiones. Antes que ninguna, la gran división entre Espíritu Subjetivo y Espíritu Objetivo. Del primero, del Espíritu Subjetivo, forma parte la Fenomenología del Espíritu, libro que arranca con la oposición, en la intuición sensible, entre el este (sujeto) y el esto (objeto), que a la concepción vulgar semeja el conocimiento más franco y concreto (Hegel demuestra que es el más vacío e indeterminado). La Fenomenología culmina en la figura del Saber Absoluto. 

        Pero ese Saber o esa Razón Absoluta se aparece como vacía e indeterminada frente al conjunto del Espíritu Objetivo, que se ocupa del derecho, la moralidad y la eticidad. Dentro de esta última sección aparecen el Estado y la historia universal, de suerte que el Estado no es otra cosa que una figura transitoria que se resuelve en otra, abierta: la figura de la historia universal, cuyo fin es la realización del Espíritu, es decir, la conquista de la libertad. 

        Aun esas figuras resultan vacías, abstractas, pobres e indeterminadas, frente a las nuevas figuras (que son, al propio tiempo, un retroceso histórico y un enriquecimiento lógico): el arte, la religión y la filosofía. Ahí, según Hegel, hemos llegado, ``al fin'' podría decir algún ingenuo, al Espíritu Absoluto. Pero todo punto de llegada es, para Hegel, un nuevo punto de partida. Todo absoluto es igualmente relativo: es necesario en el proceso, de ahí su carácter absoluto; pero nunca puede detenerse, de ahí su carácter relativo. Si el proceso del conocimiento va de lo abstracto a lo concreto, concreto significa, para Hegel, un proceso infinito en el que el conocimiento se vuelve cada vez más rico y determinado. Todo absoluto es relativo; todo concreto es abstracto frente a figuras más determinadas que le siguen

        Podemos, en consecuencia, mostrar cómo y porqué ciertas teorías y ciertos métodos surgieron en ciertas sociedades, es decir, qué condiciones históricas y sociales las hicieron posibles. Pero, si hacemos esto, nos limitamos a los enunciados de una sociología (de la ciencia, del arte o de la filosofía). Lo más importante queda aún por ser realizado, a saber, la determinación de cómo y porqué mantienen su vigencia. En este sentido, quiero destacar que lo más importante de todo conocimiento reside en ampliar el campo de nuestra ignorancia. Saber que no sabemos constituye siempre el primer paso hacia el conocimiento. 

        Hoy, por supuesto, un muchacho que haya pasado por la escuela secundaria ``sabe'' más de geometría y de matemáticas que Euclides, Descartes o Leibniz. Pero ese ``saber'' es un saber recibido. Y a veces esos conocimientos no son científicos, y ellos mismos no lo son, como sí lo fueron Pitágoras, Kepler o Newton. La ciencia avanza desde lo que se sabe hacia lo que no se sabe o, a la inversa, desde la ignorancia hacia el conocimiento. Poner en duda es el signo inequívoco de la auténtica actitud científica; su rasgo más acusado: la crítica, la investigación, el hallazgo y la innovación. La ciencia, por ello mismo, no puede ser enseñada (como no pueden ser enseñados el arte ni la filosofía). Lo que se enseña en las escuelas es, en el mejor de los casos, una técnica, una historia que, una vez dominadas, se convierten en un instrumento para los verdaderos quehaceres científicos (o artísticos o filosóficos). Ciencia y técnica se oponen en este sentido profundo. Nadie recibe título de ``poeta'' en una escuela de letras; nadie tampoco el de ``ontólogo'' en una escuela de filosofía, ni el de ``científico'' en una escuela de física. Esos títulos se conquistan y son, en ocasiones, el fruto, difícil, de toda una vida. 

        Yo quisiera que todos, en última instancia, aprendiéramos a recibir el único -me parece que es el verdadero título a que puede aspirarse en la vida- el título que César Vallejo quiso para sí, el más alto de todos. El nunca pasó por una universidad y sin embargo escribió: ``Tal me recibo de hombre''. Para recibirse de hombre, la condición primera -y creo que es el sentido profundo de la ciencia- es aprender a desconfiar de nosotros mismos. Muchas gracias. 

Como para cualquier universitario, es para mí un gran honor y una enorme satisfacción participar en esta mesa elíptica, con mi admirado maestro Alberto Barajas y mi buen amigo Jaime Labastida, en esta espléndida Facultad de Ciencias de nuestra UNAM, tan repleta de juventud y, por lo tanto, de frescura y de inquietudes. Debo esta honrosa oportunidad a una persona a quien yo quiero mucho, que es Rosalía Ridaura. Pero también se la debo a la naturaleza abierta y generosa de nuestra universidad, que en estos tiempos aciagos y confusos de ``modernización'' y de ``desarrollo económico'', persiste casi como el último espacio mexicano todavía abierto al cultivo académico, amoroso, desinteresado y persisten-te de la cultura, contaminado con el mínimo posible de demagogia. Muchas gracias, Rosita. 

        Al igual que mi maestro Barajas, de entrada confieso no saber casi nada sobre el conocimiento en general, y sólo muy poquito sobre el conocimiento científico. Es de este poquito del que voy a ocuparme en los próximos 20 minutos, más o menos. Mi objetivo es examinar algunos aspectos de la manera como se adquiere esta forma de conocimiento; en otras palabras, mi discurso versa sobre un tema terríblemente académico y sistemáticamente aburrido, que es el método científico. Desde luego, no voy a referirme en términos ni filosóficos ni específicos a la metodología de la ciencia, sino sólo a intentar contestar la pregunta ¿cómo se adquiere el conocimiento científico? Mis comentarios estarán sesgados hacia las ciencias experimentales, por la sencilla razón de que es en lo que yo trabajo, pero creo que la mayoría son también aplicables a las otras ciencias. 

        Para empezar, los invito a que vayamos a El Cairo, en Egipto, en donde hace ya varios años mi esposa y yo pasamos dos semanas inolvidables. Gracias a dos conexiones un poco inesperadas, establecimos contacto con ciertos miembros de la embajada de México en Egipto (la esposa del agregado cultural era hija de un compañero nuestro de generación en la Facultad de Medicina, y la esposa del embajador era tía de un estudiante que entonces trabajaba en mi laboratorio) y el propio embajador nos hizo el honor de invitarnos a comer a su casa. La recepción se inició de la manera más prometedora, con martinis helados servidos en la terraza de la embajada por sirvientes egipcios con largas y elegantes chilabas y con guantes blanquísimos de tela (lo único limpio que vimos en Egipto en dos semanas), mientras mirábamos los pavos reales y las plantas exóticas en el extenso jardín. Después pasamos al comedor y ¡por fin! sirvieron algo que no era el habitual cordero calcinado y grasiento que comíamos a diario en todas partes; además, nos dieron un excelente vino tinto de Argelia. La conversación languidecía cuando el señor embajador me preguntó si yo conocía al Dr. X, de México, que por entonces era embajador de nuestro país en Israel; como resultó que yo sí lo conocía, el señor embajador procedió a relatarme algunos detalles de la vida cotidiana de nuestro común amigo, con especial énfasis en su interés de seguir dedicado a la investigación científica. Pero a continuación, el señor embajador tuvo a bien hacerme receptáculo de sus opiniones sobre lo que es la ciencia, más o menos con las siguientes palabras: 

        ``Porque mire usted, señor doctor Pérez Tamayo, la ciencia no es cosa de genios o de superdotados, sino más bien asunto de perseverancia, de obstinación y hasta de cierta terquedad. El científico que descubre algo no es necesariamente el más inteligente, sino el que está siempre en la mesa de laboratorio, dale, y dale, y dale, y dale, hasta que sale lo que él se ha propuesto. En lugar de inteligencia, paciencia; y un poco o un mucho de suerte, que eso también ayuda...'' 

        Hasta aquí el señor embajador. 

        Permítanme insistir en que quien así hablaba no era el ``Púas'', o algún diputado, o el Sr. Zabludowsky, o algún otro representante igualmente digno de la cultura mexicana; era el señor embajador de México en Egipto. Debo confesar que perdí el habla y no la recuperé hasta que me sirvieron el tercer cogñac doble, ya en la biblioteca de la residencia del señor embajador, cuando el tema científico se había abandonado y ahora se hablaba del transporte de los libros de una embajada a otra, cuando el embajador se cambia de país. Entre las colecciones de libros empastados que había en esa biblioteca, una me llamó la atención por su tamaño pequeño. Creyendo que se trataba de la Colección Aguilar (vieja amiga mía, aunque sea tan cara) me acerqué a verla: era el Selecciones del Reader's Digest, encuadernado en piel. 

        Regresemos de Egipto y examinemos ahora otra opinión, por cierto muy generalizada, no sólo entre los legos sino también entre científicos, sobre lo que es la ciencia y sobre cómo se adquiere el conocimiento científico. Esta opinión dice lo siguiente: 

        ``La ciencia es esencialmente el crecimiento organizado del conocimiento de los hechos. Conforme la ciencia avanza, el peso de la información acumulada día a día se hace cada vez menos soportable. Dentro de muy pronto, los científicos tendremos que educarnos no por los tradicionales tres o cuatro años, sino por diez o más, si es que queremos capacitarnos para estar en el frente de batalla del conocimiento. Actualmente los científicos evitamos ser aplastados por el enorme peso del conocimiento acumulado refugiándonos en la especialización, y el aumento en la especialización es la marca que distingue al científico moderno. Debido a ello, los científicos hemos perdido en forma progresiva la capacidad de comunicarnos no sólo con otros trabajadores intelectuales, sino hasta con nuestro propio gremio, y debemos esperar que en el futuro ocurra una fragmentación mayor del conocimiento, de modo que cada especialista vivirá en un pequeño mundito propio y personal, que sólo él conoce y que nadie más puede entender.'' 

        Estoy seguro que pensamientos de este tipo los asaltan a algunos de ustedes cuando llega el siguiente ejemplar del Physical Review y todavía no acaban de leer el anterior, o cuando un botánico interesado en la taxonomía entra por equivocación a un seminario de mecánica cuántica. Sin embargo, la opinión resumida arriba es totalmente falsa, en todos y cada uno de sus postulados y premisas. La ciencia no es un catálogo de hechos, del mismo modo que la historia (que para mí es otra ciencia) no es un catálogo de fechas. Conforme la ciencia avanza, el conocimiento requerido para explicar los hechos disminuye, en vez de aumentar, porque las generalizaciones se encargan de incluir cada vez más instancias particulares. Medawar ha señalado que a todas las ciencias les llega la época en que ya no es necesario registrar la caída de cada manzana; basta con formular la ley de la gravitación universal. Respecto a la creciente especialización de los científicos, es exactamente lo opuesto de lo que está ocurriendo, con la emergencia de ciencias interdisciplinarias, como la biología molecular o la inmunoneurología. 

        Existen otros dos conceptos un poco más sofisticados de la manera como se adquiere el conocimiento científico, que aparentemente son opuestos. Voy a presentarles cada uno de ellos, con el objeto de que ustedes se identifiquen con uno o con el otro, el que más les convenza. El primer concepto sostiene que la ciencia es una actividad creativa y esencialmente imaginativa, y que el científico participa en una gran aventura intelectual. Lo más importante es tener buenas ideas, para lo que se necesita gran intuición; realizar los experimentos necesarios para ponerlas a prueba es también importante y requiere mucha precisión, pero lo que tiene prioridad son las ideas, sobre todo las buenas ideas, cuyo origen y mecanismo de generación nadie conoce. Además, las buenas ideas son producto del individuo más que del equipo, por lo que es indispensable proporcionar al investigador toda la libertad e independencia para que vaya a donde su imaginación lo lleve. El segundo concepto es que la ciencia es una actividad esencialmente crítica y analítica; el científico es un sujeto que exige el examen más riguroso de los datos antes de emitir una opinión. La imaginación se necesita, pero siempre debe estar sujeta a la censura y al escrutinio objetivo y despersonalizado. La forma óptima de llevar esto a cabo es en equipos o grupos de investigadores, de modo que cualquier tipo de preferencias o sesgo personales se cancele. Además, la libertad del investigador no debe confundirse con la terquedad o el libertinaje; si en un par de años no se ha logrado avanzar en un problema determinado, es bueno que el investigador reoriente sus esfuerzos en búsqueda de caminos más productivos. 

        De acuerdo con el primer concepto, la verdad se genera en la mente del científico, que primero se imagina cómo podrían ser las cosas y después procede a averiguar si realmente son así. Cada avance científico es el resultado de una aventura especulativa, una excursión a lo desconocido. En cambio, en el segundo concepto la verdad reside en la naturaleza y sólo se conoce por medio de las experiencias de nuestros sentidos; la labor del científico es la exploración de la realidad y es a partir de los datos objetivos que se generan niveles de comprensión más generales, o sea el conocimiento. La antítesis entre estos dos conceptos puede resumirse diciendo que, en el primer concepto, el investigador inventa la realidad, mientras que para el segundo concepto, el científico la descubre. ¿De qué lado se encuentra cada uno de ustedes? 

        En lugar de pedirles que levanten la mano y revelen en público sus pensamientos íntimos y secretos, voy a decirles de qué lado me encuentro yo: de los dos. Resulta que estas dos formas de adquisición del conocimiento científico no son opuestas sino complementarias; ambas ocurren durante la investigación, a veces en forma sucesiva y alternada, a veces casi simultánea. Cada uno de los dos conceptos mencionados se aplica a una parte distinta del proceso científico, que consiste -hay que decirlo- en tener ideas y ponerlas a prueba. Ése es el llamado ``método científico'': tener ideas y ponerlas a prueba. Eso es todo. A pesar de que algunos de ustedes puedan protestar, señalando que es imposible resumir los pesados volúmenes escritos por Mario Bunge y otros filósofos de la ciencia en una sola frase, les aseguro que no se queda absolutamente nada fuera. Tener ideas es un acto imaginativo, que ocurre en la mente individual, por mecanismos no bien conocidos y muy de tarde en tarde. Cuando se le preguntó a Linus Pauling cómo le hacía para tener buenas ideas, respondió con dos fórmulas, en lugar de una: la primera fue, tener muchas ideas y eliminar las malas, de modo que al final se queda uno con las buenas; la segunda fórmula fue todavía mejor -yo la considero infalible-, pues dijo: ``preguntarle a mi esposa, ella siempre tiene puras buenas ideas''. En cambio, en una entrevista con Einstein, el reportero le preguntó: ``¿Puede usted decirme cómo hace investigación?''. A lo que Einstein contestó: ``Bien, mire usted, me levanto temprano y me voy a caminar al bosque...''. ``¡Ah! -dijo el entrevistador- usted encuentra la inspiración en la naturaleza...''. ``No precisamente -contestó Einstein- sino que me gusta caminar entre los árboles ...'' ``Bueno -dijo el reportero- y llevará usted una libreta para anotar las ideas que se le vayan ocurriendo...''. ``No -dijo Einstein, riéndose- se me ocurren tan pocas que valgan la pena, que no necesito apuntarlas para acordarme de ellas...''. Por otro lado, poner las ideas a prueba es lo que llamamos predicción o experimento, y estaremos de acuerdo en que hay que hacerlo con el mayor rigorismo y cuidado posibles y tantas veces como sea necesario para convencernos de que posiblemente así sean las cosas. Creo que así es como se adquiere el conocimiento científico. 

        Me gustaría extenderme un poco más sobre estas dos caras del método científico, la generación de las ideas y su confrontación con la realidad, pero de la primera no sé prácticamente nada. En mi ignorancia al respecto estoy en muy buena y muy numerosa compañía, porque fuera de la teoría de las analogías de Caws y de Himsworth, y de formulaciones todavía más teóricas como las de Koestler y De Bono, realmente no se conocen los mecanismos de generación de ideas. En cambio, de la forma como las ponemos a prueba sí tengo algo de experiencia (40 años) y me gustaría compartirla con ustedes. Creo que la manera más resumida en que puedo hacerlo es con la complicidad de la mitología y la literatura clásicas. Voy a hablarles cinco minutos de Sísifo y Penélope. 

        Sísifo, como ustedes recuerdan, era el hijo del dios Eolo y de la ninfa Enarete, y a su vez el padre del dios del mar, Glauco. También era rey de Corinto y siempre se le representa como un joven atlético, en plena juventud y fuerza. Cuando la muerte vino por él, Sísifo la encadenó de modo que nadie moría, hasta que Ares la liberó y le entregó al rey. Cuando Sísifo llegó al país de los muertos fue castigado en forma peculiar: debía empujar una piedra enorme hacia arriba, por la ladera de una colina alta y empinada, y cuando ya estaba casi por llegar a la punta, la piedra se le escapaba y rodaba hasta el valle, por lo que Sísifo debía bajar y volver a empujarla por toda la eternidad. Este mito adquirió gran popularidad en los 60's gracias a un pequeño ensayo que Albert Camus (un escritor que desafortunadamente la juventud ya no lee) escribió sobre él, caracterizándolo como héroe absurdo, condenado a trabajar toda la eternidad sin lograr nunca nada, en castigo por su pasión por la vida. Nada más para que vean cómo escribe Camus, les voy a leer un parrafito de su ensayo. Dice Camus: 

        ``Los mitos están hechos para que la imaginación los llene de vida. En éste, uno percibe el esfuerzo total del cuerpo, empujando para elevar la enorme piedra, rodarla y subirla por la pendiente cientos de veces; uno ve la cara contraída, la mejilla apoyada contra la piedra, el hombro cargando la masa cubierta de lodo, el pie haciendo palanca, al principio con los brazos extendidos, la potencia concentrada en las manos llenas de tierra. Al final de su prolongado esfuerzo, medido en un espacio sin cielo y en un tiempo sin fondo, el objetivo casi se cumple. Pero en ese momento Sísifo ve la piedra rodar hacia abajo en unos cuantos momentos, hacia las profundidades desde donde tendrá que empujarla otra vez hacia la cumbre. Lentamente, Sísifo baja también hacia el valle. Es durante ese regreso, esa pausa, que Sísifo me interesa. Una cara que trabaja tan cerca de las piedras ya es ella misma de piedra. Veo al hombre bajar con paso lento pero firme hacia el tormento que no tendrá fin nunca. Esa hora, como un respiro que retorna con tanta seguridad como su sufrimiento, es la hora de la conciencia...'' 

        Hasta aquí el párrafo de Camus. 

        La tragedia de Sísifo no es que su trabajo sea estéril y que no alcance nunca nada; la tragedia es que lo sabe, que está consciente de lo vacío de sus esfuerzos, de la inutilidad que se extiende frente a él como un mar infinito, por toda la eternidad. No importa cuántos siglos pasen, hasta el mismo fin de todos los tiempos, Sísifo estará empujando su roca cuesta arriba, sabedor de que nunca llegará a la cima de la colina. A menos que el acto mismo de empujar la piedra se transforme en un fin, seguirá careciendo para siempre de sentido. No hay nada en la repetición ad infinitum que se lo confiera. 

        En cambio, la historia de Penélope es diferente. Como ustedes recuerdan, en la Odisea Penélope es la esposa de Ulises. Se trata de una mujer noble, hija de Icaro de Esparta y de la ninfa Peribea. Después de la caída de Troya, y durante la larga ausencia de su esposo, varios nobles de Itaca y de las islas vecinas la asediaban para que se casara con uno de ellos. Penélope los mantiene a distancia con la promesa de que haría su elección al terminar de tejer una manta para Laertes, el viejo padre de Ulises. Durante el día, Penélope tejía con gran destreza y primor, frecuentemente bajo el acecho de sus pretendientes, pero al amparo de la noche destejía todo lo que había adelantado, para volver a empezar al día siguiente. El truco le duró tres años, hasta que sus sirvientes revelaron el secreto a los pretendientes. La llegada de Ulises, disfrazado de viejo y solamente reconocido por su perro, es uno de los primeros ``happy ends'' de la historia. Penélope nos interesa por que a primera vista le pasa lo mismo que a Sísifo: lo que teje durante el día lo deshace en la noche, para volver a empezar el mismo ciclo al día siguiente. También como Sísifo, Penélope está consciente de su problema, que se extiende frente a ella por un tiempo indeterminado: ella ignora cuándo regresará Ulises. Sin embargo, hay dos grandes diferencias entre Sísifo y Penélope: la primera es que ella realiza su trabajo con otra meta en mente, el destejido nocturno tiene el objetivo de no terminar de tejer la manta, pero esto no es un fin en sí mismo sino que es simplemente un medio para alcanzar su verdadero fin, que es mantener a raya a sus pretendientes mientras Ulises regresa. La segunda diferencia es que Penélope triunfa todos los días, su trabajo se ve coronado por el éxito, cada noche regresa sola a su lecho, a destejer la manta y a esperar a Ulises. En cambio, Sísifo no tiene un objetivo ulterior en su terrible trabajo, ni la posibilidad de alcanzar alguna vez el éxito, suponiendo que lograr subir la roca hasta la cima fuera lo suficientemente atractivo como para justificar una eternidad de esfuerzos. Podemos imaginarnos a Penélope satisfecha con el éxito de su estrategia, mientras que Sísifo maldice la inutilidad de sus esfuerzos. 

        Estas dos diferencias se basan en que Penélope trabaja en función de una idea, tiene un objetivo bien definido, basado en una serie de suposiciones derivadas de su intuición femenina. Estas suposiciones son las siguientes: 1) Los hombres creen absolutamente todo lo que las mujeres les dicen, sobre todo cuando son jóvenes y bellas (ya lo escuchamos del maestro Barajas, al principio); 2) Ulises la ama tiernamente, añora estar a su lado, y está haciendo todo lo homéricamente posible por regresar a Itaca; 3) sus sirvientes son fieles, sus pretendientes son estúpidos. Las suposiciones son casi perfectas; el casi es porque se equivocó en la fidelidad de sus esclavos, pero el error no tuvo mayores consecuencias gracias al fino sentido teatral de Homero. En cambio, Sísifo no tiene ninguna idea, ningún objetivo ulterior que desee alcanzar por medio de su trabajo, que es empujar la maldita piedra. Cuando alguien, en algún laboratorio, dice: ``Vamos a hacer esto a ver qué pasa...'', Sísifo se siente aludido, se satisface de ser imitado, se regocija de estar ganando reclutas para su forma estéril de trabajar, de empujar una piedra sin ninguna idea en la cabeza. La figura de Sísifo puede ser trágica o épica, pero de ninguna manera poética, porque la poesía requiere la participación de las emociones y del intelecto, y de todo esto el pobre Sísifo no sabe nada. En este momento nos despedimos de Sísifo, quien se aleja bramando, una masa imponente de músculos y fuerza, trepando por el cerro detrás de su enorme piedra, cubierto de tierra y arañazos, el ceño fruncido, la mueca decidida y la mirada fija en la cumbre a la que nunca llegará, y a la que llegar no le serviría para nada. 

        En esta última visión, Penélope se nos presenta plácidamente recostada en el patio de su casa griega, tejiendo la manta de su suegro, iluminada en delicados claroscuros por el sol de la tarde. Como ocurre en Itaca, el azulísimo mar Adriático se ve a través de las ventanas, por donde asoman a veces, vigilantes e impacientes, los reyezuelos y jefes que la asedian desde hace tiempo. A primera vista, podríamos acusarla de falsaria, de explotadora de la naturaleza humana masculina, hasta de cierta pobreza imaginativa. Pero nunca podríamos acusarla de ineficiente. Con su simple estrategia logra su objetivo final; su hipótesis de que Ulises va a regresar resulta correcta, su predicción se confirma, el método utilizado funcionó a la perfección. 

        Para el conocimiento científico, Penélope podría ser nuestra diosa tutelar. Tiene muchas características favorables: es bellísima, es noble, es inteligente, es constante, sabe lo que quiere y finalmente lo obtiene. Todas sus acciones están determinadas por su intuición y sus resultados confirman sus juicios emocionales. De ella debemos aprender la importancia suprema del pensamiento, de las ideas, de las invenciones sobre la estructura del pequeño segmento de la realidad que nos interesa; también debemos aprender la sencillez, la economía y la elegancia en la estrategia a seguir en la planeación del trabajo científico; y finalmente, también debemos aprender a triunfar, a alcanzar nuestras metas, a cumplir con nuestros objetivos. Esto último se logra cuando son claros, bien definidos y se encuentran a nuestro alcance. Ésta es la lección de Penélope, y con ella termino esta ya larga plática, dándoles las gracias por su atención. 

Pensamientos de Alberto Barajas

La Universidad es prodigiosa. Al entrar a la Preparatoria nos desorienta la riqueza de las posibilidades humanas. En nuestra mano está ser jurista, escritor, político, ingeniero o banquero. Pero unas voces misteriosas, que me hablaban en los corredores de la Escuela, me fueron guiando con gran sabiduría y firmeza. Me revelaron que yo no era novelista, ni abogado, ni historiador, ni hombre de negocios. Yo era matemático.

Les recuerdo que matemático no es el nombre de un talento sino de una pasión.


Alberto Barajas (1913-2004)